martes, 29 de marzo de 2011

"Wake the fuck up"

Cuando el ciudadano tunecino Mohamed Buazizi se inmoló a lo bonzo el 17 de diciembre de 2010, en protesta por la prohibición del gobierno de Túnez de que mantuviera su puesto de frutas y por la situación de paro, malestar social y escasa transparencia de su país, la revolución del mundo árabe que de este suceso se derivó y sus consecuencias resultaban entonces imposible de predecir. Lo que comenzó como un suceso aislado en una dictadura con un férreo control social se extendió por todo el Norte de África y se transmutó en una revolución por la libertad y la democracia, llegando incluso a provocar una guerra en Libia, sucesos que repercutieron no únicamente en la política y la sociedad, sino también en la economía mundial. Las grandes potencias petrolíferas y de gas natural, principalmente dominadas por una minoría en detrimento de una mayoría, comenzaron a perder el apoyo del pueblo y la legitimidad que anteriormente gozaban. Así, las grandes potencias occidentales, energéticamente dependientes de estos países (la UE importó en 2010 petróleo por valor de 210.000 millones de euros), observaron que la espada de Damocles que se cernía sobre ellos estaba manchada no sólo de sangre, sino también de petróleo, y que dependiendo de la actitud que mostraran frente a las revoluciones se mantendría o no su suministro.
Sin embargo, la crisis energética derivada de estos sucesos, que en un principio parecíó coyuntural, se acentuó con la tragedia de Japón. Tras las brutales réplicas del terremoto, se unió a la catástrofe el miedo a un “apocalipsis nuclear”,Günther Oettinger dixit,  un hecho del que se hicieron eco los medios de comunicación y que tuvo como protagonista la central nuclear de Fukushima, al este de Japón.  El peligro de una fuga radiactiva similar a la ocurrida en  Chérnobil en 1986 reabrió el debate de la idoneidad de la energía nuclear, en cierto modo nunca olvidado pero si apartado, y se unió al de la extrema dependencia energética de Occidente. Mientras en España se decidía, como medida de “ahorro”, revisar la seguridad de Garoña y demás centrales nucleares y reducir la velocidad de las autopistas a 110 km/h, el gobierno de Merkel buscaba medidas para acabar con la energía nuclear, en buena parte condicionadas por la cercanía de unas elecciones regionales y con un carácter muy oportunista. Sin embargo estas medidas, aun buscando el aprovechamiento de la situación para obtener rédito político, resucitaron el debate que durante años existía en la sociedad alemana entre la continuidad o no de la energía nuclear, un debate que finalmente se decantó por la política verde, encabezada por el partido Die Grunen (Los Verdes).  Dicho partido, con una importancia cada vez superior en Alemania, consiguió arrebatarle al CDC, el partido democristiano de Merkel, el liderazgo de uno de los más importantes “lander” de Alemania: Baden-Wurttemberg. Independientemente de si fue o no dicho cambio político un voto de castigo al gobierno del CDC, que realizó un giro de 180º en su política nuclear primero defendiéndola férreamente y luego buscando una manera para acabar con ella, y de si influyó lo ocurrido en Japón, es evidente que el cambio se debe en gran parte gracias a una concienciación del pueblo alemán con respecto a la energía y el medioambiente. Alemania ha abierto los ojos y ha descubiero que la energía nuclear resulta insostenible medioambientalmente, en la medida que esta produce unos residuos que sobrevivirán miles de años y supondrán una pesada carga para generaciones venideras.
La Unión Europea, conocedora de la dependencia energética de Occidente y el carácter finito de las energías no renovables, pronto se unió a esta vorágine verde surgida tras esta crisis energética. El pasado 28 de Marzo el comisario de Transportes de la Comisión Europea se propuso un reto que, si bien a muy largo plazo, es una excelente noticia, y es el de “acabar con la dependencia del petróleo en el transporte sin sacrificar su eficiencia ni cuestionar la movilidad”. Esta medida, muy criticada por la patronal del automóvil, propone reducir en un 60% las emisiones de CO2, en vista de la inutilidad de conferencias como la de Copenhague o la última de Cancún (albergo esperanzas de que en Suráfrica 2011 se consiga algún acuerdo real). Así, se marcaron cuatro objetivos a cumplir en 2050, basados principalmente en la total eliminación de los coches con gasolina y gasóleo en las ciudades, y hacer que la mitad de los pasajeros y mercancías que usan la carretera empleen el ferrocarril y las vías navegables.
A la vista de todo lo que está ocurriendo,  es inevitable hacerse varias preguntas. ¿Estamos a las puertas de una revolución verde, de una concienciación social hacia el medioambiente? ¿Se producirá, tal y como augura Le Monde Diplomatique, una burbuja verde como la burbuja de internet? ¿Va a darse cuenta el mundo de que ya no es viable la sustentación económica mediante recursos finitos? Y ya más localmente, ¿está la sociedad española preparada para que la política verde de, por ejemplo el partido Equo, adquiera un papel relevante en la sociedad?
Son preguntas temerarias que mi prudencia y mi nula capacidad premonitoria me impiden responder. Sin embargo son preguntas que creo, si de veras se produce un cambio, pronto serán respondidas.




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