viernes, 31 de diciembre de 2010

El señor Pez

El señor Pez miraba en su interior y se veía bien. Estaba completo espiritualmente, y sonreía al escuchar una bella canción, incluso amagaba alguna lágrima. Sonreía al leer un bonito libro, y lloraba cuando sentía empatía y se emocionaba con la narrativa de algún escritor.
Andaba por la calle y también sonreía, mostrando su dentadura hasta las encías, a diferencia de la gente que le rodeaba. Andaba seguro de sí mismo, un paso tras otro, un paso tras otro y con la cabeza mirando al frente, en actitud altiva. Su mente estaba en constante bullicio, los engranajes que la conformaban no cesaban su constante trabajo, pero su alma estaba calmada. No tenía alteraciones, disgustos ni tristezas que alteraran la armonía y la paz de su alma.
Cuando el señor Pez miraba hacia atrás, hacia su pasado reciente, se daba cuenta de que había atado todos sus cabos: su pasado estaba solucionado, por lo que podía centrarse en su presente y en su más que prometedor futuro. Se conocía lo suficiente como para saber que era capaz de todo, y que el mundo era incluso demasiado pequeño para completar todas sus ambiciones. El señor Pez era feliz, y sabía que la felicidad es el deseo último del hombre. Ni el amor, ni la paz mundial, ni el dinero ni los bienes materiales.La búsqueda de la felicidad era el principal objetivo de la humanidad. Si el señor Pez era feliz paseando entre álamos y robles, acompañado del ulular del viento y el sol calentando su curtida cara, entonces podía decirse que el señor Pez había descubierto el significado de la vida.

Dentro de él

La larga y ancha avenida se encontraba en medio de la penumbra, entre la oscuridad de la noche y las luces del principio del día. El ambiente era gris y nebuloso, y la precaria luz de la aurora no permitía siquiera distinguir los edificios, que se alzaban como grandes y prominentes sombras ante la vacía calle. El ulular del viento y el  murmullo de oleaje que producía el lejano tráfico, que no cesaba en su constante trasiego, alteraban la armonía y la serenidad de la madrugada. Poco a poco, y entre los árboles que cercaban la calle, una fría luz se fue descubriendo lentamente, iluminando todo a su alrededor con un tono azul claro. Pronto los pájaros comenzaron su particular parloteo, e incluso algunos gorriones se aventuraron a salir de su árbol y revolotearon durante segundos, junto a los pequeños murciélagos que todavía se encontraban perdidos con las primeras luces.
De pronto un rayo de sol surgió de entre los árboles y se lanzó hacia la tierra, provocando una explosión de luz dorada. Su cálido resplandor emanó por doquier, entibiando la gran avenida y pintando una colorida acuarela. Antes oscura y lúgubre, la calle ahora había mutado en un amalgama de colores y preciosos matices

Con los primeros rayos de sol solía volver a casa. Sus andares eran pausados y constantes, y el sonido de su bastón encajaba en el ritmo incesante de sus pies al andar, que se arrastraban lentamente. Andaba ajeno a lo que acaecía en derredor suyo, como si una burbuja lo separara del mundo real, de la corriente que arrastraba a los demás. Su traje marrón impoluto, su sombrero del mismo color y sus zapatos abrillantados lo mostraban como a un hombre elegante y cuidadoso, responsable y respetable. Pero su rostro estaba cansado. Bajo sus pobladas cejas su mirada era dulce y a la vez dura, en paz pero en constante alarma, como si en ellos se mostrara la verdadera esencia del dios Abraxas, de la dualidad del bien y el mal. Tan pronto su mirada era dócil y sumisa como áspera e irascible.

Nudozurdo – Dentro de él